Como un disco rayado

El joyero estaba en el escritorio. Inocente y temible.

“Mira lo que encontré la semana pasada”, había dicho su madre. “¡Cómo te gustaba esta cosa!”

Cómo en realidad no lo recordaba, Ana decidió vender el joyero. Pero antes tenía que revisarlo. Pesaba demasiado para estar vacío. Quizá contenía algo que acabaría en la repisa de la nostalgia, pero era más probable que también lo vendiera. Lo sabría al verlo. 

¿Por qué no lo había hecho todavía?

Alan no estaba por ahí para advertirle que esa pregunta podía ser importante, así que ella no se preocupó demasiado por responderla.

Sostuvo la caja con ese aire exploratorio que solía usar con los lápices antes de cambiar los  cuadernos por una portátil. Así fue como descubrió la pequeña manija. Ese descubrimiento le trajo una sensación familiar y estaba dándole cuerda a la cajita antes de darse cuenta. Ese traqueteo era, sin duda, la parte más agradable de las cajas de música. Era una oda al ingenio, la canción del ser humano dando vida a un objeto (de una forma perfectamente racional, obviamente).

El sonido la transportaba a esa ocasión en que, con siete años de edad, se había escondido en una pequeña bodega en casa de sus abuelos. Esperaba que sus padres  no se dieran cuenta de su ausencia y volvieran a su hogar sin ella. Su papá la encontró jugando con una antigua caja de música. Al escuchar sus explicaciones, su abuelo había estado conmovido,  pero su abuela no había dudado en darle un buen regaño por asustarlos así. Era un recuerdo divertido, la verdad. ¡Y ella había estado tan feliz, cuando la abuela le regaló este joyero en su octavo cumpleaños!

—“Es la misma canción de tu caja de música” —murmuró Ana, mientras abría el joyero. Al recibirla, tanto tiempo atrás, esas palabras habían sido un grito de sorpresa y alegría. 

Pero, por algún motivo, ahora estaba a punto de llorar.

El joyero sólo pesaba tanto porque era una caja de música. Lo único que había dentro era una hoja de papel,  doblada descuidadamente. Cuando la sacó para revisarla, Ana tuvo esa extraña sensación de haber hecho esto antes.

“Pues claro que lo he hecho antes”, se dijo, irritada. En su adolescencia (cuando escribía novelas de dos hojas en lugar de relatos de cinco mil palabras) siempre tenía hojas sueltas por todas partes. ¿Por qué ésta se sentía especial?

Tal como había supuesto, era su propia letra descuidada, en deslucido lápiz grafito. Algunas manchas con forma de gota hacían más difícil la lectura de algunas palabras.

—Pues, hola, relato sin firmar —murmuró. Sin duda era una historia, con el título garabateado en el margen: “Como un disco rayado”—. No te recuerdo.

La historia comenzaba con una adolescente escuchando la radio. la misma canción sonaba una y otra vez. Aunque no recordaba ese tema, Ana sabía que  no era un invento suyo. ¿Su abuela lo había mencionado? 

Sí. Había sido hacía años.  Estaban haciendo un postre para la celebración de nochebuena y Ana estaba tan concentrada que apenas si había notado la primera vez que su abuela dijo “¡Yo podía pasar todo el día oyendo ‘Oh Carol’!”. Simplemente disfrutaba de la actividad y de la rasposa voz de su abuela, que buceaba en la reminiscencia. Casi la escuchaba sonreír mientras decía que “En aquellos tiempos la música era puro amor y diversión. ¡Yo podía pasar todo el día oyendo ‘Oh Carol’!”

No pareció importante en el momento. Su madre y su abuela ni siquiera notaron la repetición, pero Ana se vio atrapada por la idea de que estaba viviendo el mismo instante por segunda vez. No había podido explicarlo bien, pero su mamá captó la idea al final, y le dio una palabra para esa sensación: “Déjà vu”. Quizá era la novedad, o la palabra era lo suficientemente rara. Por lo que fuera, la pequeña Ana se obsesionó con la idea a tal punto que inspiró su primera historia de ciencia ficción. Terrible, irrescatable. Pero ahí era dónde su destino se había decidido. Y quizá también el de su abuela.  

Una lágrima cayó justo al lado de una de las antiguas manchas que delataban el llanto de la última vez que Ana había leído esta historia.

La escritora compadeció a su yo de trece años, llorando a solas y tentada a destruir aquel ridículo papel y la historia que contenía. No había podido haceerlo, porque la abuela había estado orgullosa cuando se lo leyó. El relato tenia que durar para siempre, junto con los recuerdos que tenía grabados. Pero la abuela ya los había perdido, ¿cierto? ¡No podía recordarla ni siquiera a ella!

—¡Qué dramática era entonces! —Ana intentó reírse, pero recordaba demasiado bien como se había sentido entonces, cuando su abuela le había gritado por primera vez, llamándola extraña, intrusa.

Todos eran extraños esa semana. Pero los demás sabían lo que estaba pasando. Ella estaba en un punto de su vida en que no se enteraba de nadie más que de sí misma, y nadie le había explicado a tiempo. Luego del incidente, todos habían intentado hacerlo, asegurando que la abuelita volvería a la normalidad muy pronto. Ella no había sido incapaz de creerles.

Había sido la verdad, pero también mentira. Aquella pérdida de memoria era temporal. Pero volvió, cada vez con más frecuencia. Todo empeoró, poco a poco, justo ante los ojos de la adolescente, que creció temiendo el día en que la normalidad fuera eso. 

Por años, Ana y su familia habían luchado contra el olvido justo como los aldeanos de su primera novela habían enfrentado a la Mariposa Monarca: a ciegas, sin coordinación, sin esperanza, y con absoluta determinación. Tal como los aldeanos, habían perdido una y otra vez a lo largo de los años. Y seguirían haciéndolo.

No había lugar para las lágrimas. Los recuerdos felices de la abuela aún tenían valor, y lo seguirían teniendo aún cuando ella olvidara. Porque ellos seguirían siendo sus seres queridos, más allá del tiempo y la memoria.

Ana respiró profundo.

Guardó la página en el joyero, justo como antes. Y, justo como antes, cerró la caja mientras pensaba una plegaria por su abuela, por su salud y su felicidad. Y, en secreto, la súplica egoísta de ser recordada.


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